"Viendo con el corazón"
Por Omar Benito Benavente - Jul 07, 2021
El día que llegamos a Isla Amantaní había algo potente en el aire, un soplo frío que desaparecía sobre la piel al primer segundo de tocar el sol. El clima en la isla es un contraste todo el tiempo, la sombra sopla y el sol abriga con fuerza y los términos medios son siempre un espejismo. Alrededor, verde; arriba, aire puro, y si el oxígeno acaso tuviese edad sería como un niño sin los vicios de la contaminación de las ciudades de tierra firme.
Después de un rato de caminar, llegamos a la casa que nos acogería los próximos días y que, a la vez, sería nuestro centro de operaciones: la casa de mamá Anselma. Ahí nos recibió ella, con abrazos, desayuno y la vista al lago Titicaca, inacabable y profundamente azul. Hubo un momento en que mirando el lago me resultaba surrealista estar a más de 3.400 metros de altura y ver tanta agua en frente mío porque el lago es infinito, parece mar, no se agota y cuando tratas de ver más allá del horizonte solamente hay más agua.
Entonces, la isla por algún capricho de la geología estaba ahí, perfectamente emplazada en ese océano de agua dulce llamado Titicaca. Y nosotros que estaríamos allí por unos días nos quedamos en son de espera, con un deseo interno pensando en las emociones que seguramente nos aguardaban al conocer a los niños de la isla.
Por la tarde fuimos a la escuela y nos emplazamos para realizar las actividades del proyecto por el cual estábamos allí. Yo debía tomar fotos de las acciones y detrás de la cámara trataba de volverme invisible. Se asomaban frente al cristal del lente esos rostros tímidos y curiosos de los niños que, en la plenitud de su inocencia, trataban de entender quiénes éramos y qué hacíamos en la escuela. Pero pasado un rato, sus miradas ya habían ganado la confianza necesaria para sonreírnos al solo hablarles. Entonces, los juegos que habíamos preparado desencadenaban sus risas y a lo lejos seguramente se sentían los ecos de esas carcajadas que antes de atravesar el aire frío de la tarde, ya habían atravesado nuestros cuerpos.
Es así como la frondosa felicidad de un niño es capaz de calentar cualquier clima frío, hacernos retornar a esa inocencia que en algún momento de nuestras vidas perdimos y que está siempre a la vuelta de la esquina dispuesta a acompañarnos. Es así como los talleres y las actividades estaban ya cumpliendo con una parte del objetivo: volvernos niños de nuevo para así interpretar mejor nuestro papel de puente entre esos pequeños y nuestros quehaceres. Y así, la tarde fue pasando en la total armonía de los niños, el paisaje de ensueño y la promesa de volver mañana.
Cuando anocheció y regresábamos a la casa de mamá Anselma, se me hizo difícil mirar mis pasos a través de la oscuridad, solo caminaba con la confianza de quien sabe que no puede tropezar, a paso firme, mirando hacia la noche y quién sabe, entendiendo que después de esa primera tarde en Isla Amantaní estaba viendo con el corazón más que con los ojos.
Fotografias por Omar Benito Benavente.
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